martes, 31 de agosto de 2010
Las lágrimas de Laurent Fignon
Si me hubieran preguntado a lo largo de mi tierna infancia qué día del año me parecía el peor, hubiera respondido que el 31 de agosto. Marcaba el momento en el que volvíamos de Asturias a Valladolid, el fin del verano y el comienzo de un nuevo curso. Hasta que no pasaron bastantes años y entré en la fase de adolescencia, no superé el odio hacia semejante fecha.
El verano suponía la ausencia de colegio, algún coñazo de campamento, el mes de agosto en Asturias entre la playa y las vacas y otros pequeños placeres como los mikolápices, frigopies y, en ocasiones súmamente especiales, los Magnums. El momento elegido para la consumición del helado era entre la primera y la última semana de julio en un intervalo horario de 15.30 a 17.30 de la tarde. Semejante precisión gastronómica no era arbitraria. Simplemente, se correspondía con el momento en el que mi padre bajaba al bar -durante aquellos felices años teníamos la bendición de no disponer de televisión- a ver el Tour de Francia y beber café. Es bastante posible que fuera único en su afición, ya que en esos momentos vespertinos sólo había paisanos fumando puros y jugando a las cartas.
Como buen hijo, en gran parte de las ocasiones me decidía a acompañar a mi padre al bar. Evidentemente, a mis seis años no tenía el mismo interés por el Tour que él. Existía un claro conflicto de intereses. Si a él le movía la ronda gala, yo veía en ella la perfecta ocasión para comer algún helado. Desde mis ojos el ciclismo era algo secundario. Eso sí, el helado que pidiese estaba en función de la etapa. Si en la misma se subía algún puerto clasificado como hors catégorie, el helado era digno de semejante evento; un Magnum. Siendo etapa normal y corriente, la cosa se solía quedar en el siempre-agradable-mikolápiz.
Intentó inculcar mi padre su pasión por el ciclismo en varias ocasiones. Solía (y suele) repetir con regularidad lo relativo al Tour de 1989. Hubo dos momentos decisivos en aquella carrera: el prólogo, ya que Perico Delgado perdió varios minutos en él al no salir cuando debía. Ya no volvió a levantar cabeza en esa ronda y quedó relegado al tercer puesto pese a haber ganado la edición de 1988.
El otro momento decisivo del Tour de Francia del 89 ocurrió en su última etapa. Se trataba de una contrarreloj que recorrería las calles de París, abarrotadas de gente. Todos esperaban ver subir al cajón más alto del Podio al que en ese momento llevaba el maillot amarillo: el francés Laurent Fignon. A 50 segundos de él en la clasificación general se encontraba el americano Greg LeMond, muy buen contrarrelojista. La etapa era corta y Fignon debía resistir los 24,5 km para hacer realidad el sueño de los franceses de ver a su corredor coronarse en casa.
Dicen que la bicicleta de LeMond contribuyó en gran medida al fatal desenlace. Cierto o no, París enmudeció aquella tarde de julio. El americano sacó 58 segundos en la contrarreloj a Fignon (8 segundos en la general). Suficiente para arrebatarle el triunfo al francés y evitar su coronación en los Campos Elíseos. Nada más cruzar Fignon la línea de meta, se desplomó sobre el suelo echándose a llorar amárgamente. Si mi padre no se equivoca, aquella fue la última vez que el Tour acabó con una contrarreloj.
No fue esa la última vez que Laurent Fignon lloró. En 2009, ya retirado del ciclismo profesional desde hacía más de diez años, colaboró en las retransmisiones de la televisón pública francesa sobre el Tour. Tras la última etapa, en París pero no una contrarreloj, y cuando todos los periodistas se estaban despidiendo de la audiencia, se echó a llorar. Estaba enfermo de cáncer y temía que aquél fuera el último Tour al que asistiera debido a su enfermedad. Hoy, víctima de la misma, ha fallecido Laurent Fignon.
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