lunes, 22 de marzo de 2010

Historias de la Hahnenstrasse: El día que Jean Paul Sartre derrotó a J.D. Salinger






Las experiencias infantiles condicionan, hasta un punto superiror al que cualquiera imaginaría, la posterior existencia y desarollo del individuo. Esto no es la repeteción de otro post de este blog, sino algo que tiene toda la pinta de convertirse verdad absoluta y, de ahí, ser elevado a dogma. Lo cierto es que cuando tenía la dulce edad de trece años, apareció un día mi Señora Madre por mi cuarto y decidió que era el momento ideal para que madurase. A tal efecto, me entregó un libro que, según lo que ella me dijo, marcaba el paso de infancia a adolescencia-mundo adulto: El guardián entre el centeno. La novela en cuestión no me impresionó tanto como a otra mucha gente, pero en cualquier caso sí lo hizo aquel formalismo, quizás algo pomposo, de la entrega y que aquella obra te hiciese crecer.

Dejando de lado a Salinger, lo cierto es que varios años después se demuestra que aún me faltan las necesarias luces que la literatura debería traer. Y, cualquiera la razón, jamás ví lo que tenía delante. No sería por falta de pistas, pero nunca tuve en cuenta que mis compañeras de piso tienen una educación bastante francesa. Primero llegó a la Hahnenstrasse (armoniosa casa que comparto con Alemana&francesa) un microondas que ellas trajeron. Pequeño lujo para ser estudiantes, pero algo pasable. Posteriormente una máquina que sólo servía para calentar pizzas (de ahora en adelante, calienta pizzas). Ocupaba considerablemente y su utilidad es bastante cuestionable teniendo un horno y el ya mencionado microondas. Y, cuando parecía, que semejante racha consumista de aparatos de cocina iba a acabar, se empeñaron en comprar(se) un aparato para fundir queso y hacer raclette. También de proporciones nada despreciables.

Mi falta de luces o tontería quedó patente hace pocas semanas, cuando mi compañera de piso alemana celebró su cumpleaños con una fiesta organizada en nuestra casa. A tal efecto, invitó a varios niños guapos de su curso. Estudiantes de Derecho: dos años en Colonia, dos años en París. Políglotas y afrancesados. Algunos de ellos quizás acaben siendo catedráticos de Derecho Administrativo. El resto era gente interesante: gente que ha estado en Israel trabajando en obras sociales tras acabar el bachillerato, otro que lo hizo para la Iglesia y un amigo de ella, parecido a Jean Paul Sartre. También estudiantes de medicina de Heidelberg (universidad por excelencia y de excelencia alemana). Así hasta llegar a unos quince o veinte.



Como invitado me tocó pensar en qué podía regalarle. Esas cosas son difíciles. Tras pasear un buen rato por Mayersche, librería-centro comercial de Colonia sin demasiado encanto (pese a tener entre sus estanterías un ¡Hola! que me sirvió para contemplar, aliviado, que Isabel Preysler sigue viva) me encontré con "El guardián entre el centeno". Salinger acababa de morir hacía unos días. Si a lo que mi Señora Madre me había dicho (es un libro que te hará madurar. Marca el paso de una edad a otra) se le sumaba el oportunismo, bastante evidente, del reciente fallecimiento del autor, aquello se planteba con el regalo perfecto. Problema solucionado.

El cumpleaños se desarrolló según lo esperado: bebidas no alcohólicas junto a unos cuantos de barriles de cerveza. Junto a eso, kilos y kilos de comida. Evidentemente, la máquina de las raclettes estuvo presente, porque para eso se compró. Ocasiones de gala como esta lo merecían. Fundíamos queso que posteriormente se vierte sobre patatas cocidas, sandwiches o cualquier otra cosa comestible.

Mediado el cumpleaños, llegó el momento más esperado: la apertura de regalos. Todos los presentes apilados, Salinger no podía fallarme. Primer obsequio: un cheque para una cena. Tras eso, una película, un libro de Anna Gavalda. Estaba hecho. Ninguna de esas cosas podría tener el efecto marca-el-paso-de-una-edad-a-otra de lo que yo había comprado. Salinger caballo ganador. Cogió mi regalo. Lo desenvolvió. Otro libro más. Un tal Salinger debió pensar. Agradecimientos de rigor por su parte y, después, el silencio. Tras eso, la más pura soledad. Intenté decir que el autor acababa de fallecer, pero ni siquiera el oportunismo salvó el hecho de que fuera otro libro más. Abrió más cosas. Quizás algún libro más. Salinger había fracasado. Tenía toda la pinta de que aquella novela cogería polvo en cualquier estentería. Salinger mordió el polvo.

¿Qué había salido tan mal? Mientras yo estaba sentado al borde del sofá intentando responder a esa pregunta, mi compañera alemana de piso abrió su último regalo. Y todos los niños tan guapos como afrancesados (que según cifras oficiales eran todos menos yo) enloquecieron. Prorrumpieron en dulces gritos como "C´est magnifique", "Mervellieux" o "Wunderbar". ¿De qué se trataba? Había descubierto el obsequio de su amigo bastante parecido a Jean Paul Sartre, que consistía en unos pequeños posahuevos.



Era la típica cosa de cocina que casi nunca se utilizaría. Y entonces lo ví claro, entendí que los afrancesados de ellos sentían una deliberada pasión por los instrumentos de cocina, por muy escasa utilidad o uso que tuvieran. No sólo los posahuevos, sino también el calienta-pizzas, la máquina de las raclettes y otra sartén que sólo servía para preparar crepes. Cosas que a alguien que cocina más que ellas como yo, le causaban bastante indiferencia al no encontrarles demasiada aplicación, pero que a ellos les maravillaba. El mundo francés y parte del alemán siente pasión por las pijaditas en el mundo de la cuisine.

¿Y mi relación con mis compañeras de piso? Parecía que habían perdonado mi torpeza, mi escasa capacidad de abstracción al no ver lo que tenía delante de mis narices haciendo un regalo erróneo. Lo cierto es que el otro día hicieron quiche lorraine, invitaron a algún que otro amigo a ello, entre los cuales estaba el que se parece a Jean Paul Sartre. Y, pese a que me preguntaron si podían hacer uso de mi queso rallado, lo cierto es que no fuí invitado. Nunca Sartre estuvo tan de moda, nunca Salinger cayó tan bajo.

Fotos: Portada del libro en cuestión. Jean Paul Sartre por Cartier Bresson y posahuevos cualquiera.

Nota marginal: Estamos buscando políticas activas para luchar contra el Spam que nos invade en forma de comentarios prometiéndonos aparatos que nos harán crecer el pene, matrimonio con princesas rusas o millones de dólares en segundos. Aunque suena bien, estamos dispuestos a escuchar a la Sinde para que nos aconseje. Lo de la censura le va.

miércoles, 3 de marzo de 2010

La eclosión del trauma

4 de Noviembre de 1995.

Un hiperactivo e irritante muchachuelo de menos de diez años corretea por la casa después de cenar. Sus padres, exasperados, miran con ansia el reloj, que parece no marcar nunca la hora clave, la hora que hará que esa ciclogénesis explosiva se calme por un rato. Frente al televisor, el chavalín abrirá los ojos, descolgará el labio inferior y se preparará para ver, contemplar, uno de los programas más grandes que ha dado la historia de la televisión española: La noche de los castillos.


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El programa, que debía de tener un presupuesto del copón bendito, se desarrollaba cada semana en un castillo de la geografía española. La mezcla de ingredientes era digna del genio que inventó el Daiquiri (blues). En primer lugar, tres parejas echaban una carrera en todoterreno hasta la puerta del castillo. El camino, por supuesto, estaba trufado de distintas pruebas. En cualquier caso, la primera parte era un poco coñazo. Pero la cremita buena llegaba en la segunda parte del programa: la pareja que hubiera llegado primero al castillo tenía la misión de rescatar a la hija del Rey Folof (interpretado por Anthony Queen, ni más ni menos), que había sido secuestrada por el malo malísimo Thorque. La princesa cada semana era distinta y según leo en wikipedia, la única y más fiable fuente de información en el mundo mundial, fueron princesas señoritas como Sofía Mazagatos, Norma Duval, María Adánez, Anne Igartiburu o, sí, Leticia Sabater.

A partir de ahí comenzaba una aventura, que, desde luego, hacía volar mi ya exacerbada imaginación: la curiosa mezcla de ambientación medieval aderezada con varios anacronismos intencionados poco parecían importarme. Los distintos habitantes del castillo retaban a los concursantes con acertijos, encargos, objetos misteriosos. Los concursantes, por su parte, debían salir del paso con la ayuda de unos discos que indicaban la dirección en la que se encontraba la princesa, un mini ordenador portátil que llevaban enganchado al pecho con velcros... Además, tenían que recolectar todo el oro que pudieran, ya que al final de la fase había que fundirlo para crear la enorme llave con la que se abría la celda de la princesa. Existía un tiempo límite antes de que ésta fuera ejecutada, por lo que la tensión siempre estaba en el aire, aumentada por las apariciones esporádicas de Torque, acompañadas de una música y efectos de sonido que me acojonaban cosa fina. Eso sí, era más lento que su caballo (el del malo) y pocas veces cazaba a los concursantes.



Los seis primeros minutos de programa, en los que se explican más o menos todas las fases del mismo.


En resumen, mi afición por este programa fue tan obsesiva que comencé a pedir libros sobre castillos, que memorizaba mejor que los estadios de los equipos de fútbol (lo habitual en los niños de mi edad): Loarre, Belmonte, Coca, Manzanares del Real, qué míticos eran, joder. Además, obligaba a mis padres a desviarnos en vacaciones para ver algún castillo que pillara de paso, mi madre llegó a fabricarme un miniportátil con papel (y era acojonante) y mi abuelo me regaló la llave más grande que encontró por casa, haciéndome el niño más feliz y proto-friki del planeta. Y sí, yo jugué a esto en el patio del cole.


Programa de 2 horazas completo, por si alguien se aburre y le entra la vena nostálgica.


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4 de Noviembre de 1995. Más tarde.

Pero esa noche, los padres de nuestro joven y aventurero protagonista, no sabían que la caja tonta no sólo no iba a amansar a su fiera, sino que iba a causarle un trauma de por vida, una herida aún no cicatrizada, un portal al infierno mal cerrado. El incómodo silencio de la sospecha reinaba en la sala hasta que una música de telediario se escuchó: avance informativo. Isaac Rabín, Premio Nobel de la Paz israelí y uno de los principales impulsores del diálogo con Palestina, había sido asesinado, precisamente por un ultraortodoxo judío, al que no le hacía gracia eso de "la paz". El llanto de desolación del niño fue descomunal, no porque estuviera concienciado respecto a Oriente Medio, sino porque se daba paso a un programa informativo especial y, por lo tanto, no se iba a emitir La noche de los castillos, la peor noticia posible, el apocalipsis, el mineralismo.

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27 de Febrero de 2010.

El niño, ya algo mayor, pero todavía niño, al menos mentalmente, contempla el Castillo de Ross en el Parque Nacional de Killarney, que le maravilla y a la vez le hace recordar, por primera vez en mucho tiempo, el amargo incidente de 15 años antes. Entonces comprende que de aquello surgió, a la vez, su pasión por los castillos, su antisemitismo extremo y la profusión de esvásticas en su blog. Él rencor acumulado en su corazón permanecerá inmutable hasta el fin de los tiempos. A no ser que repongan el programa, claro. Y que desaparezca el estado de Israel, ya que me pongo. Mierda, se me ha olvidado la tercera persona.

¡Corred, que matan a la princesa!